miércoles, 25 de febrero de 2015

Congreso Mundial sobre Santa Teresa en el CITEs - Ávila

El P. Saverio nos invita a conocer de forma especial a Teresa de Jesús 
en este Congreso, que lleva por título
Teresa de Jesús, Patrimonio de la Humanidad.


Conferencia del P. Luis Aróstegui sobre Santa Teresa

El canal de video de la diócesis de S. Sebastián nos ofrece esta conferencia de Luis Aróstegui Gamboa OCD en el retiro diocesano de sacerdotes ante la cuaresma 2015, en el Seminario de San Sebastián.


martes, 24 de febrero de 2015

RENOVACIÓN Y REFORMA DE LA IGLESIA: UNA PERSPECTIVA HISTÓRICA

Prof. Santiago Madrigal Terrazas, sj

Aula de Teología / Santander
17 de Febrero de 2015

INTRODUCCIÓN
Buenas tardes a todos y encantado de estar una vez más en estos cursos de Teología. No soy muy especialista en Santa Teresa; conozco y tengo cierta querencia del siglo XVI por razones de mi formación jesuítica y estudios sobre san Ignacio de Loyola, contemporáneo de Teresa de Jesús y por eso tengo una cierta iniciación de este momento crítico de dicho siglo, la reforma protestante y el Concilio de Trento.
Por tanto, conforme al tema que se me ha encomendado, voy a tratar de situar en el siglo XVI a esta mujer que vive entre 1515 y 1582.

1. Preámbulo: cinco siglos después del nacimiento de Santa Teresa de Jesús
Quinientos años después de su nacimiento, Santa Teresa de Jesús (1515-1582) sigue provocando el asombro cultural y espiritualmente. Bastará con unas indicaciones tomadas de la prensa reciente. Gustavo Martín Garzo, en la cuarta página de El País del sábado 11 de Octubre de 2014, en un bello artículo titulado “La esposa de la canción”, subrayaba este aspecto: cinco siglos después de su nacimiento seguimos leyéndola con gozo. El lema de sus reflexiones, realmente interesantes, está tomado de la descripción que de la santa de Ávila hiciera el filósofo rumano E. Cioran, que habló precisamente en estos términos: Santa Teresa era una esposa de la canción, un corazón traspasado, el misterio del solitario, de una pasión divina imparcial, la misma fuerza, lo mismo… Todo su tambaleo en un trance de éxtasis es la esposa del Cantar que deambula y no encuentra, es todo el embebecimiento sabroso, es la esposa de la canción que ha logrado su propósito, o que ha sido secuestrada por sorpresa.
El comentario hilado del escritor vallisoletano ahonda en este mismo punto: Teresa habla del Dios en el que cree como la esposa del Cantar lo hace de su amado. Su Dios no es una entidad abstracta, como el Dios de las grandes religiones, sino que tiene una dimensión humana. Y recurre al pasaje del Libro de la Vida, (capítulo 29,13) que narra uno de sus encuentros místicos y que bien podía haber servido de inspiración a Gian Lorenzo Bernini para esculpir la famosa imagen de la transverberación y del arrobamiento teresiano, la que consta en el tríptico de este curso del Aula de Teología. Dice el texto teresiano exactamente así:
Vi a un ángel cabe mí hacia el lado izquierdo en forma corporal, lo que no suelo ver sino por maravila. (…)  No era grande, sino pequeño, hermoso mucho, el rostro tan encendido que parecía de los ángeles muy subidos, que parece todos se abrasan. (…) Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Este me parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas. Al sacarle me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el dolor que me hacía dar aquellos quejidos, y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor que no hay desear que se quite, ni se contenta el alma con menos que Dios. No es dolor corporal, sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aun harto. Es un requiebro tan suave que pasa entre el alma y Dios, que suplico yo a su bondad lo dé a gustar a quien pensare que miento...
El literato castellano, psicólogo de formación, afirma que los pasajes en los que Teresa narra sus arrobamientos y sus raptos nada tienen que ver con los delirios de un psicótico. Un delirio es un sueño que no se puede compartir. Teresa, que es capaz de narrar esos encuentros, es más bien esa amante que sufre trastornos y llega a enfermar en su camino de perfección. Santa Teresa es como el trapecista que vuela a lo alto, pero sabe que tiene que descender, ocuparse de sus monjas, de su escritura, de sus compromisos con el mundo y con su propia fe. Por eso, quiere reformar el Carmelo, para hacer frente a esos compromisos. Para ella un convento es un lugar donde vivir.
 Hemos llegado así al tema propio de esta conferencia, «Renovación y reforma de la Iglesia: una perspectiva histórica», que ha de servir de marco a este ciclo. Con todo, el mejor fruto de este curso será volver a leer los textos mayores de la Santa: el Libro de la Vida (1565), Camino de perfección (1566), el Libro de las fundaciones (1573-1582), las Moradas o castillo interior (1577)[1]. De todos ellos les hablarán buenos especialistas. Se ha dicho que la prosa de esta mujer, doctora de la Iglesia y una de las cumbres de la mística universal, es quizás la más destacada del Siglo de Oro, después de la de Miguel de Cervantes, que asombra por su sencillez, su claridad y su musicalidad interna. De su escritura dice Gustavo Martin Garzo: Escribir para ella es relacionarse con lo que desconoce. La búsqueda de un interlocutor providencial que le haga decir lo que no sabe explicar; la espera, en suma, de la gracia. (…) Tal es el misterio de Santa Teresa, y lo que hace que cinco siglos después de su nacimiento podamos seguir leyéndola con gozo: transforma la religión en poesía.
2.  Breve semblanza biográfica de una mística y reformadora
 A mí me han encomendado, al comienzo de este ciclo, una conferencia que sirva de marco, centrada en la renovación y reforma de la Iglesia en perspectiva histórica, ayer y hoy, y que entiendo debe servir para presentar la gran figura de esta mujer como mística y reformadora en esa época convulsa que fue el siglo XVI, marcado decisivamente por la Reforma protestante.[2]
Vayan por delante unas pinceladas biográficas para trazar una breve semblanza de esta mujer, que nació en 1515, hija de Beatriz de Ahumada y Alonso Sánchez de Cepeda, y, como seguramente ella misma sabía, descendiente de judeoconversos. Su abuelo paterno había sido penitenciado por la Inquisición toledana en el año 1485. La familia se vio obligada a abandonar un floreciente negocio de paños en Toledo y a trasladarse a Ávila. Su madre murió pronto. Tuvo once hermanos y sufrió una primera crisis de salud con 17 años, de modo que estuvo dos años casi paralítica, sufriendo horribles padecimientos físicos. Como don Quijote de la Mancha y S. Ignacio de Loyola se enfrascó en libros de caballería con mucho gusto; era una lectora empedernida. Esta mujer hizo frente a su padre que no la quería ver monja, ingresando en el monasterio de la Encarnación en 1536. Pronto vuelve a caer enferma. Teresa emprende un camino de intensa oración; sin embargo, durante un largo proceso –según confiesa biográficamente- entre 1540 y 1554, su vida fluctúa entre sus inclinaciones naturales, que le llevan a cultivar sus amistades y pasatiempos en el locutorio, y las exigencias de una vida para Dios, que la apremia a dejar aquellas conversaciones vanas y entregarse de lleno a la oración. Pronto se va a encontrar con confesores que no la entienden, que ponen bajo sospecha su intensa oración que adopta la forma de la oración silenciosa o mental, la que, en la terminología teológica de la época, se denominaba «recogimiento». Tuvo visiones místicas del Señor y, poco a poco, fue perfilando un proyecto reformador del Carmelo. Ella misma se adelantó, a instancias de sus mejores confesores, como el dominico García de Toledo, a poner por escrito, a sus 47 años, su autobiografía, el Libro de la Vida, que luego sería examinado minuciosamente por la Inquisición. Tras luchar por encontrar la paz interna y su voz espiritual, había iniciado en Ávila, en 1562, su aventura fundacional con el nuevo convento de San José.
Situada en el espacio y en la geografía, un gran conocedor de la santa, el carmelita Teofanes Egido señala que la reforma teresiana femenina fue un hecho sustancialmente urbano, cuyos asentamientos coinciden con los centros urbanos de Castilla, una Castilla muy floreciente, sobre todo en la primera mitad del siglo XVI. Desde el punto de vista cronológico, el tiempo, Teresa vive durante el llamado Siglo de Oro español, una época de apogeo de la cultura española, en la que la monarquía católica de Carlos I y Felipe II alcanzan su máximo poderío económico, militar y político. Aunque el siglo XVI sirve de escenario a una grave crisis religiosa.
En Camino de Perfección (1,2) notamos cómo resuenan los avatares, lo que está ocurriendo en el mundo exterior. Dice:
En este tiempo vinieron a mí noticia de los daños de Francia y el estrago que habían hecho esos luteranos… Diome gran fatiga, y como si yo pudiera hacer algo o fuera algo, lloraba con el Señor y le suplicaba remediase tanto mal. Parecíame que mil vidas pusiera yo para remedio de un alma… Y como me vi mujer y ruin, e imposibilitada de aprovechar en lo que yo quisiera en el servicio del Señor, y toda mi ansia era, y aún es, que pues tantos enemigos y tan pocos amigos, que ésos fueran buenos, determiné a hacer eso poquito que era en mí, que es seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo pudiese y procurara que estas poquitas que están aquí hiciesen lo mismo.
Esta mujer contemporánea de Erasmo y de Lutero, de Ignacio de Loyola y de S. Juan de la Cruz, fue plenamente consciente de los graves acontecimientos de su tiempo. Conforme avanza el reinado de Felipe II, Castilla –escribe Teófanes Egido- cerrada a Europa, se abre al cielo, con su sistema férreo para interceptar toda injerencia ideológica exterior que oliese a herejía; con el Santo Oficio de la Inquisición tan popular como temido para ahogar brotes internos, es el hecho que explica también el sentido de la obra de Teresa, que se engarza originariamente, más que con Trento, con fuertes corrientes reformistas, anteriores a Lutero. De este aspecto, del viejo reformismo hispano, nos ocuparemos enseguida.
Sus obras están salpicadas de referencias a las guerras de religión, al Concilio de Trento, a los enfrentamientos con Francia, a los procesos inquisitoriales, a la conquista de las tierras americanas, y al índice de libros prohibidos (1559). Merece la pena recurrir a un texto que refleja ese estado de persecución inquisitorial, del que brota una profunda experiencia religiosa que la retrata. Dice en el capítulo 26.5 del Libro de la Vida:
Cuando se quitaron muchos libros de romance, que no se leyesen, yo sentí mucho, porque algunos me daba recreación leerlos y yo no podía ya, por dejarlos en latín; me dijo el Señor: ‘No tengas pena, que Yo te daré libro vivo’. Yo no podía entender por qué se me había dicho esto, porque aún no tenía visiones. Después, desde a bien pocos días, lo entendí muy bien, porque he tenido tanto en qué pensar y recogerme en lo que veía presente, y ha tenido tanto amor el Señor conmigo para enseñarme de muchas maneras, que muy poca o casi ninguna necesidad he tenido de libros. Su Majestad ha sido el libro verdadero adonde he visto las verdades. ¡Bendito sea tal libro, que deja imprimido lo que se ha de leer y hacer, de manera que no se puede olvidar!
Es preciso destacar el espíritu misionero de Teresa de Cepeda y Ahumada. Normalmente, asociamos la experiencia mística y la vida contemplativa a un fin en sí mismo. Sin embargo, esta mujer le da un sentido apostólico a su contemplación. De los cinco primeros años en San José de Ávila, la fundadora recuerda estas dos cosas: Primera, que fueron “los más descansados de mi vida, cuyo sosiego y quietud echa harto de menos muchas veces mi alma” (Fundaciones 1, 1) y, segunda, que fue allí también, en el convento de San José de Ávila, el primero de su reforma, donde crecieron incontenibles sus deseos apostólicos del bien de las almas. El espíritu misionero de Santa Teresa tuvo su detonante en una circunstancia concreta, bien conocida: en el verano de 1566, con ocasión de la visita de un franciscano, fray Alonso Maldonado, que venía de las Indias, de Nueva España (México), y que hablaba con énfasis de «los muchos millones de almas que allí se perdían por falta de doctrina, e hízonos un sermón y plática animándonos a la penitencia” (Fundaciones, 1, 7). A Teresa, que ya conocía el frente de los luteranos, se le abre así otro horizonte para ofrecer su oración y su vida. Sin embargo, como señala Salvador Ros[3], buen conocedor de la obra teresiana, las raíces de su vocación misionera hay que buscarlas más atrás, en el proceso mismo de su experiencia mística, en un pasaje del Libro de la Vida (17,5) donde habla a su interlocutor, el dominico García de Toledo, de tres «mercedes» o etapas de su experiencia interior mística:
Gustará vuestra merced mucho, de que el Señor se las dé todas, si no las tiene ya, de hallarlo escrito y entender lo que es. Porque una merced es dar el Señor la merced, y otra es entender qué merced es y qué gracia, otra es saber decirla y dar a entender cómo es (…); que por cada una es razón alabe mucho al Señor quien la tiene, y quien no, porque la dio su Majestad a alguno de los que viven para que nos aprovechen a nosotros.
Estas tres etapas consisten en sentir, entender y comunicar: Sentir la gracia que nos quiere transmitir el Señor; entender de qué se trata y comunicarla a los otros. Aquí se asienta la misión espiritual teresiana y su afán de comunicar la experiencia de Dios que ella ha sentido. Basten estos datos incompletos, inspirados de la compleja y amplia vida de santa Teresa, para echar por delante el hilo directriz que ha de seguir guiando esta reflexión: Teresa de Jesús es una de las personalidades de la reforma católica en medio de la gran crisis religiosa del siglo XVI.
3.   «Tiempos recios»: en medio de la crisis religiosa del siglo XVI
Comencemos deslindando los límites, explicando los términos, en este caso, la etiqueta de «reformadora» que añadimos al nombre de Teresa de Jesús. Según el clásico diccionario de Casares, reformador es el que reforma. Y reformar es volver a formar, rehacer, reparar, restaurar, corregir, poner en orden. En un sentido más concreto significa restituir una orden religiosa u otro instituto a su primitiva observancia y disciplina; algo de esto va a hacer Teresa de Jesús. Ahora bien, en una esfera más personal e íntima, el término  reformar significa enmendarse, corregirse, moderarse. La obra reformadora de Santa Teresa, la restitución del Carmelo, brota de dentro, del hondón de su alma, como ya hemos indicado, pero no es para nada ajena a las circunstancias en las que ha desarrollado su vida.
En este horizonte de renovación y reformas, la figura de Teresa de Jesús queda encuadrada en un epígrafe más amplio, en ese gran tiempo de reformas. Esa Reforma que se escribe con mayúscula  y en plural. Ella misma empleó una expresión para calificar la etapa histórica concreta que le tocó vivir, «tiempos recios», una etapa dominada por muchos movimientos de reforma con minúscula, nacidos en el seno de la Iglesia a lo largo de los siglos XV y XVI; unos apuntaban a la reforma general de la Iglesia y otros, a la reforma de órdenes o instituciones religiosas; unos empeñados en restaurar las primitivas observancias, otros lanzados a instaurarla con fórmulas nuevas. Tal sería el caso, muy significativo para esa época, de S. Ignacio de Loyola, que funda la Compañía de Jesús en 1540. Teresa, por su parte, busca recuperar la raíz ascética del Carmelo primitivo.
Ahora bien, toda esta época aparece señalada con el fenómeno de la Reforma, con mayúscula, la Reforma iniciada por Lutero en 1517, fecha simbólica -a los dos años del nacimiento de Teresa de Jesús- en la que Lutero clavaría las tesis sobre las indulgencias en la puerta de la Iglesia del Castillo de Wittenberg y acompañada por seguidores en toda Europa: Zwinglio, Bucero, Ecolampadio, Calvino, etc. y por fenómenos paralelos, como el cisma de la Iglesia de Inglaterra; todos ellos bajo el común denominador de la ruptura con la vieja Iglesia católica.
En este momento es donde hay que situar también el concilio de Trento, 1545-1563. A veces se puede pensar que el concilio estuvo reunido todos esos años; sin embargo, se desarrolló en tres etapas distintas que apenas duraron un año y medio o dos años. Y, de fondo, un debate entre historiadores, una cuestión técnica que no es en nada ajena para hacernos la composición de lugar y hablar de Teresa de Jesús y su propia reforma del Carmelo.
a)        El Concilio de Trento (1545-1563): ¿reforma católica o contra-reforma?
Al intentar situar a Teresa de Cepeda y Ahumada en medio de estas reformas, nos sale al paso un debate entre los historiadores que viene motivado por el enjuiciamiento de los acontecimientos de aquella época, pues pareciera que Lutero y la Reforma evangélica fuera la acción primaria, la luz en medio de las tinieblas o la aparición providencial del profeta, que habría suscitado, con posteridad, la reacción vigorosa del catolicismo romano, en contra de su amenaza, es decir: la contra-reforma. Nos introducimos así en un debate historiográfico de gran calado acerca del término «reforma», con mayúscula o sin ella, así como su antónimo «contra-reforma», y otras variantes lingüísticas incorporadas al vocabulario de los historiadores, como «reforma católica», «restauración», «reforma romana». De hecho, el sustantivo Reforma con mayúscula se ha venido reservando para designar el hecho del protestantismo del siglo XVI iniciado por Lutero, aunque no han faltado voces que han reivindicado el carácter positivo de una reforma católica (o tridentina).
Todos estos términos mencionados, que no son ajenos a las polémicas y a las controversias confesionales, indican la dificultad de ubicar el Concilio de Trento en la historia: ¿se trató simplemente de corroborar el patrimonio antiguo de doctrina y costumbres saliendo al paso de herejías o se imprimió un nuevo impulso a la vida eclesial abriendo nuevos caminos? ¿Fue el Concilio un punto de partida de procesos innovadores o el robustecimiento de tendencias ancladas en el pasado? ¿Se habría producido una renovación católica sin el desafío de los protestantes en Europa? O, dicho en términos de un interrogante más esquinado: ¿acaso el catolicismo tridentino es algo más que anti-reforma protestante?
A mediados del siglo pasado, en 1946, cuando Hubert Jedin estaba poniendo en marcha su monumental investigación sobre el concilio de Trento redactó  un breve trabajo en el que revisaba los presupuestos tradicionales: ¿reforma católica o contrarreforma? El gran estudioso explicaba y aceptaba los dos términos, «reforma católica” y “contrarreforma”. Para Jedin, la «reforma católica», que define como la reflexión sobre sí misma operada por la Iglesia en orden al ideal de vida católica alcanzable mediante una renovación interna,  tiene varias etapas, empezando con el movimiento de la devotio moderna –que nos lleva al siglo XIV- y la vuelta a la observancia de las órdenes religiosas a finales de la Edad Media. A partir de 1540, la renovación –la reforma católica- se plasma en la fundación de la Compañía de Jesús, de algunas otras órdenes y, sobre todo en la consolidación del designio reformador del papado. Una tercera etapa coincide con el Concilio de Trento, y la cuarta empieza con la aplicación de las decisiones conciliares y se extiende un largo período de años. Por su parte, la «contrarreforma» es un fenómeno de autodefensa que comienza en 1520 con la controversia y condena de Lutero, sigue con la creación de la Inquisición en 1542 y el desarrollo del índice de libros prohibidos. Por tanto, a esta luz, la “reforma católica” es, respecto a la “contrarreforma”, un proceso de más larga duración y sus raíces se remontan a los movimientos previos para una renovación de las costumbres y de la disciplina en los siglos precedentes, de donde saca fuerzas para afrontar el gran desafío que había planteado Lutero.
b) Las raíces de la reforma del catolicismo
Pueden señalarse, desde una perspectiva histórica, dos vías tradicionales para la reforma de la Iglesia. Una es de tipo institucional, y corresponde al Concilio. Un buen ejemplo nos lo ofrece la proclama surgida en la época del Concilio de Vienne (1311), que habla de la «reforma en la cabeza y en los miembros» -es decir, desde las altas instancias de la Iglesia hasta el último bautizado, han de entrar en este proceso- y concede una gran importancia a la institución conciliar. En esta línea se situaba el V Concilio de Letrán (1512-1517), que buscó la reforma de la Iglesia poco antes del primer aldabonazo de Martín Lutero, pero se quedó en buenas palabras. Allí estuvo, por ejemplo, Juan del Monte, futuro legado en el Concilio de Trento y futuro papa Julio II.
La otra gran vía tradicional de reforma de la Iglesia procede de la mística, de la plegaria, de la santidad de vida. En esta línea podemos mencionar a Santa Catalina de Siena, terciaria dominica convencida de la necesidad de una reforma de la Iglesia a mediados del siglo XIV, después de ese trance terrible para la Iglesia que fue el cisma de Occidente y previo a los dos años de la llamada “cautividad babilónica” del papado, cuando los papas no residieron en Roma, sino en Aviñón. En su oración, esta mística no hace sino pedir la reforma del cuerpo místico en aquel momento crucial del cisma de Occidente. La vía mística reaparece a finales de siglo XV, hacia 1480, con el fraile dominico Savonarola, que aboga desde el convento de San Marcos de Florencia por una reforma de la Iglesia universal.
En contra de la simplificación histórica aceptada durante mucho tiempo, no han faltado impulsos de reforma en la Iglesia católica entre el fin del gran cisma (1378-1417) y el Concilio de Trento (1545-1563). En los discursos y en los proyectos del V Concilio de Letrán no estuvo ausente el anhelo de una reforma en la cabeza y en los miembros. En Francia había habido obispos celosos y numerosos sínodos diocesanos que se habían empeñado en fomentar e intensificar el fervor religioso. Otro tanto se puede constatar en Alemania.

En un momento en que proliferaron tantos abusos, como hemos recordado, nacía también la devotio moderna, a finales del siglo XIV, que se iba a expandir, con su impulso de la meditación metódica y cristocéntrica. Por otro lado, nunca se ha predicado tanto como en el siglo XV. En la misma Italia, cuyos ambientes intelectuales estaban tan paganizados, han nacido los hermanos de la vida común y nacen también las primeras congregaciones de clérigos regulares que son anteriores al nacimiento de la Compañía de Jesús: los teatinos en 1524 y los capuchinos al año siguiente; los barnabitas en 1523 con su rama femenina de las angélicas de S. Pablo; Angela Médici crea el instituto de las ursulinas en 1535. En una palabra: la Iglesia católica conservaba fuerzas vivas y posibilidades de renovación.
Aunque el emperador Carlos soñaba aún con la unidad de la cristiandad, cuando Paulo III acepta, en 1540, la fundación de la Compañía de Jesús, la ruptura de la Iglesia católica romana con los cristianos devenidos protestantes ya se había consumado. El Concilio de Trento no hizo sino levantar acta de aquella ruptura. La cristiandad había vivido una crisis muy grave entre 1520-1545. Los jesuitas no fueron la primera congregación de clérigos regulares creados antes del concilio de Trento. Este nuevo tipo de congregación respiraba el aire de aquella época, es decir, correspondía a un análisis penetrante de las necesidades religiosas de la época. Las condiciones religiosas del siglo XVI, ligadas a la difusión del protestantismo y de la expansión cristiana misionera de ultramar, exigían a las nuevas congregaciones un estilo diferente al de los monjes de la Edad Media.
c) Teresa de Ávila (1515-1582) y la reforma del Carmelo
Teresa de Ávila, en su reforma del Carmelo iniciada en 1562, es deudora, en primer término, del viejo reformismo hispano que se remonta al siglo XIV y que en la península ibérica tuvo una especial relevancia. Esta mujer es la hija de una España que exhibía en la primera mitad del siglo XVI una vitalidad religiosa asombrosa -como en ningún otro lugar de Europa- donde los monarcas habían velado por la residencia de los obispos en sus diócesis y donde se había puesto en marcha una reforma interna gracias al cardenal Cisneros, fallecido en 1517. Cuando se reúna Trento, una de las grandes cuestiones será revitalizar, reformar, la figura del obispo, del obispo-pastor, no del obispo-mercenario; la mayor parte de los obispos no residen en su diócesis, no tienen ningún interés pastoral. Junto a la Universidad de Alcalá, florecía la de Salamanca que se había convertido en una pequeña Roma. Era allí donde Francisco de Vitoria impartía sus famosas Lecciones sobre las Indias y sobre el derecho de guerra (1538-1539). En aquel momento la Universidad salmantina desempeñaba en la Europa que seguía siendo católica el papel teológico que en el siglo XIII había ostentado la de París. Un buen número de doctores de Salamanca han participado en el Concilio de Trento. Se puede afirmar que España constituyó en el siglo XVI la roca sobre la que se apoyaba eso que los historiadores han denominado la “reforma católica”. No se debe al azar que la Península Ibérica haya visto nacer a Santa Teresa, a San Juan de la Cruz, a San Ignacio de Loyola, entre otros.
El Concilio de Trento llegó tarde, muy tarde, para cuantos aspiraban a una reforma de la Iglesia medieval y abrigaban un deseo de mantener su unidad. Y, sin embargo, el Concilio pudo poner los fundamentos para aquella renovación de la Iglesia católica-romana de una forma que sus modestos y difíciles comienzos no hacían presagiar; fue capaz de impulsar una reforma, de responder a las graves cuestiones teológicas planteadas desde las obras de Lutero respecto de la Escritura, de la Doctrina de la justificación, de la Teología de los Sacramentos.
Seguramente sus documentos están también lastrados por los límites que determinan las mismas circunstancias históricas. No obstante, la obra doctrinal y reformista de Trento, brilla con la luz de una reforma católica, distinta de la protestante, pero no menos capaz de responder a las nuevas necesidades, ofreciendo soluciones positivas, sólidas y preñadas de futuro, no puramente negativas. Lo que estaba en marcha era la época de la confesionalización, es decir, la configuración de un cristianismo católico y la configuración de un cristianismo protestante.  
En suma: la constatación de un impulso reformador previo a Lutero, como el que supuso el inmenso trabajo sobre la Biblia apadrinado por el cardenal Cisneros y que dio lugar a la Políglota de Alcalá (1514), o el retorno a las fuentes patrocinado por los reformadores de la vida monástica y religiosa, o la inspiración de la devotio moderna, permite hablar de la “reforma católica”; y, a la inversa, si se reconoce que para la llegada de nuevas formulaciones dogmáticas ha sido necesario el aguijón de las afirmaciones protestantes, entonces ha habido también una “contrarreforma”.
En esta situación compleja es donde hemos de situar a las grandes personalidades de la “reforma católica”, figuras que se han convertido en representativas por su fidelidad al espíritu y a las directrices del Concilio de Trento. Entre ellas dos pastores, S. Carlos Borromeo, arzobispo de Milán, que inaugura el período de la puesta en práctica de la reforma tridentina, y S. Francisco de Sales, que en cierto sentido lo clausura. El Papa Pío V, con su celo por elaborar los instrumentos de la “reforma”; Roberto Belarmino que, con su sistematización teológica y eclesiológica, ha marcado el catolicismo durante siglos, y Santa Teresa, prototipo del papel de la mística y de la vida religiosa femenina en la renovación del catolicismo.
Como protagonista de la “reforma católica”, en Teresa de Jesús está presente el ideal místico de reforma que quiere dar respuesta a la crítica situación de su tiempo. A la reforma teresiana le subyace, sin duda, el genuino impulso del reformismo hispano. Ahora bien, la obra reformadora de la Santa de Ávila participa también de ese espíritu de época que es la cruzada castellana contra la secta luterana, sin hacer muchos distingos entre hugonotes, calvinistas o luteranos. Escribe Teófanes Egido: La siembra de “palomarcitos” –así llama Teresa a sus pequeños conventos- obedeció al anhelo de compensar las iglesias destruidas por esos “luteranos”: en cada uno de los episodios de las Fundaciones gravita la convicción de estar librando un singular combate de paz contrarreformista. Pero, al mismo tiempo, resulta curioso que -como los grandes místicos de la época, incluso San Ignacio, San Juan de la Cruz, San Francisco de Borja- ella sea sospechosa de alumbrada, esa genuina forma de herejía castellana que se confunde con el erasmismo y luteranismo ambiental.
4.  La reforma interior de Santa Teresa de Jesús
La mística teresiana es la mística cotidiana de las pequeñas cosas, de modo que la presencia divina se acaba colando por cualquier rendija de la existencia diaria. Es lo que dice a sus monjas: «entre los pucheros anda el Señor» (Fundaciones, 5, 8). Pero ese encuentro con Dios, lejos de ensimismarla, mantiene abierta su mirada al mundo que le rodea y ve su situación que arde con la lumbre de las tensiones sociales, políticas y religiosas que hemos descrito anteriormente. A la monja en su clausura, le duelen los problemas de este mundo y busca a su medida y en sus circunstancias cómo ayudar y en qué servir.
El impulso reformador de Teresa de Ávila, encaja muy bien con las disposiciones del Concilio de Trento, respecto a las prescripciones de la vida religiosa masculina y femenina.
a) La legislación de Trento sobre la vida religiosa
Ya habíamos dicho que Teresa había iniciado su aventura fundacional en Ávila en 1562. Desde ese momento las dos últimas décadas de su vida transcurren en una actividad frenética, escribiendo y fundando, hasta su muerte en Alba de Tormes en 1582, a los sesenta y siete años. La clausura estricta tuvo gran importancia para la reforma de los conventos femeninos. Con la reforma del Carmelo, Teresa quiso preservar a sus hermanas de la influencia del mundo, aunque fuera el familiar, aristocrático y no especialmente escandaloso. Contra la regla de la clausura, sobre la que insistió la legislación de Trento, se alzaron muchas protestas por parte de las familias que habían colocado a sus hijas por razones económicas en los monasterios, considerados como una prolongación de sus propias casas. Cuando en 1571 la encontramos como priora en la Encarnación de Ávila advierte de las conversaciones poco edificantes que tienen lugar en el locutorio con ocasión de algunas visitas.
En la sesión del 3 y 4 de diciembre de 1563, poco antes de su conclusión, el Concilio de Trento había aprobado un decreto que afectaba a la vida religiosa masculina y femenina. Aquel decreto quiso restaurar la clausura estricta. Las hermanas no debían salir del monasterio y nadie podrá entrar en él. La insistencia en que la clausura fuera «diligentemente restablecida o perfectamente observada» (cap. V del decreto, 1080), intenta proteger la vida religiosa femenina, pues las familias tendían a considerar la casa de las hermanas como aneja a las suyas y sobre las que tenían ciertos derechos. De ahí la mundanización presente en muchos monasterios. El Concilio, que había fijado también la edad para la profesión religiosa de las hermanas (16 años como mínimo), se preocupó de garantizar la libertad de las jóvenes para ingresar en el monasterio, o no hacerlo si no se sentían atraídas a la vida religiosa. En lo que respecta a la pobreza, el Concilio estimaba que los religiosos y las religiosas debían tener lo necesario sin buscar los superfluo (cap. II, 1080). En lo espiritual, las monjas deberían poder confesarse y comulgar una vez al mes (cap. X, 1082).
Teresa se ha consagrado hasta su muerte a una reforma para «sus hijas», que centrará en la observancia de la clausura y la pobreza. Frente al monasterio enorme, como el que ella había conocido en la Encarnación, Teresa erigirá conventos reducidos; la desigualdad social y las diferencias económicas internas entre las monjas, se borrarán con una igualdad absoluta; las frecuentes salidas del convento se solucionarán por la clausura tridentina. Así nació un nuevo estilo de vida carmelitana orante. Ella fundamenta la renovación, tanto personal como comunitaria, en la práctica y en la enseñanza de la oración, que ella transformará en doctrina mística. Teresa fue, a la vez, una activista y una mística, alguien para quien lo que de verdad cuenta es el amor que siente en su relación con ese Misterio inefable que llamamos Dios y que percibe en la figura de Cristo. Recordemos lo que escribió como si levitara:
Cuando el dulce Cazador / me tiró y dejó herida, / en los brazos del amor / mi alma quedó rendida; / y cobrando nueva vida / de tal manera he trocado, / que mi Amado es para mí / y yo soy para mi Amado.
b) «Búscame en ti – búscate en mí»
Hace algunos años, Juan Martín Velasco exponía el núcleo de la experiencia teresiana de Dios al hilo de la cláusula «búscame en ti–búscate en mí», escuchada por la Santa en oración y que debería servir al esclarecimiento del misterio de Dios y del misterio del ser humano en la relación que los une.
Su experiencia puede ayudar a responder a la angustiosa pregunta que resuena a nuestro alrededor y quizás también en nuestro interior: ¿Dónde está tu Dios? Buscar a Dios en sí y buscarse a uno mismo en Dios. De esto nos habla muy profundamente la experiencia de Teresa. «Nuestro problema es el problema de santa Teresa y sus respuestas pueden, por eso, ser las nuestras»
Ella ha hecho la experiencia de darse prácticamente por vencida en la sequedad de su oración. Quisiera seguridad y tiene conciencia de vivir en la ilusión. El presupuesto de esta búsqueda y el impulso para no cejar en el intento es un presupuesto primero y básico: caer en la cuenta de que Dios está en todas las cosas. Un presupuesto ontológico que está a la base de toda posible experiencia de Dios. Ahora bien, sin el paso por la experiencia sólo se conoce a Dios de oídas (Jb 4, 25). Un tercer momento: del conocimiento de Dios nace el conocimiento de sí, y del conocimiento de sí, el conocimiento de Dios. Escribe en la primera de las Moradas (I, 2, 9):
“Jamás nos acabamos de conocer si no procuramos conocer a Dios», «mirando sus grandezas acudamos a nuestra bajeza». En este proceso desempeña un papel especial la conversión del corazón, el salir de sí mismo, es decir, «dejarse el alma en las manos de Dios, haga lo que quiera de ella”.
La Santa confiesa en diversas ocasiones su condición de iletrada en teología; sin embargo, su experiencia de Dios a partir de la conversión se hace más intensa para hablar más desde Dios que sobre Dios:
Tenía yo algunas veces, como he dicho, aunque con mucha brevedad pasaba, comienzo de lo que ahora diré: acaecíame en esta representación que hacía de ponerme cabe Cristo, que he dicho, y aun algunas veces leyendo, venirme a deshora un sentimiento de la presencia de Dios que en ninguna manera podía dudar que estaba dentro de mí o yo toda engolfada en El. (Vida, 10, 1)
Y en otro lugar de su autobiografía escribe:
Estando una vez en oración, se me representó muy en breve (sin ver cosa formada, mas fue una representación con toda claridad), cómo se ven en Dios todas las cosas y cómo las tiene todas en Sí. Saber escribir esto, yo no lo sé, mas quedó muy imprimido en mi alma, y es una de las grandes mercedes que el Señor me ha hecho y de las que más me han hecho confundir y avergonzar, acordándome de los pecados que he hecho. (Vida 40, 9)
Añadamos otra de las peculiaridades de la experiencia teresiana de Dios: el papel mediador insustituible de Jesucristo que incluye la relación con su humanidad:
Muy muchas veces lo he visto por experiencia; hámelo dicho el Señor, he visto claro que por esta puerta hemos de entrar si queremos nos muestre la soberana majestad grandes secretos. (Vida, 22, 6)
Cristo es el maestro de Teresa, Cristo es su «libro vivo».
c) Un manual para la reforma: Camino de perfección
Una de las obras mayores de Santa Teresa es Camino de perfección, de carácter muy práctico, y de amplia difusión desde su primera edición en el año 1566, cuyas primeras destinatarias fueron las carmelitas descalzas de S. José de Ávila.
Daniel de Pablo Maroto -uno de los especialistas carmelitas en Teresa de Jesús- ha investigado a fondo el mensaje central del libro, el camino de la oración, y la postura de la autora respecto a sus adversarios doctrinales, con sus intencionalidades ocultas y sus resonancias históricas; y sobre todo llama la atención sobre la audacia de esta escritora y mujer: Ponerse a escribir ella para enseñar, aunque sólo fuese a sus monjas, parecía una osadía pocas veces vista en una Iglesia fuertemente androcéntrica y una cultura tradicionalmente misógina.
Para entonces ya había terminado el libro de la Vida, que contenía muchas indicaciones y consejos sobre la oración, pero era materia reservada y peligrosa en aquellos años, y sometida al juicio de la Inquisición.
Esta obra, “Camino de Perfección” que Teresa redactó dos veces, es un manual para la reforma de la Iglesia, que se sitúa en el proyecto reformista iniciado por las fuerzas vivas de la Iglesia y del Estado en la España de mediados del siglo XV, como hemos señalado más arriba. De forma más precisa, el libro adopta una línea ya marcada: muchos reformadores de la vida del clero, de los religiosos y religiosas y del mismo laicado, proponían la práctica de la oración —coral, litúrgica y personal—, como un medio adecuado para la reforma de las costumbres, mostrando además, como en el caso de la Santa, el ejercicio de las formas místicas de la oración. La obra escrita de Teresa ha de ser colocada junto a las de S. Juan de la Cruz, S. Ignacio de Loyola, S. Juan de Ávila, fray Luis de Granada, García Jiménez de Cisneros, Francisco de Osuna, Bernardino de Laredo, y otros autores, que son verdaderos forjadores de una «reforma» católica de la Iglesia.
En su recepción, este escrito –dice Daniel de Pablo Maroto- ha sufrido varios reduccionismos, empezando por su interpretación en clave de obra de contra-reforma, o de resistencia anti-luterana, y no tanto como lo que es: un aglutinado espiritual que asume las mejores y más genuinas fuerzas cristianas de la Iglesia universal y de todo tiempo; un manual de comunidades religiosas, y no un manual de ética individualista; un manual para comunidades laicales, y no sólo para personas consagradas en clausura. En el capítulo III, Teresa sugiere la universalidad de la reforma, que alcanza más allá de sus religiosas monjas a todos los que quieran tomarse en serio la vida cristiana. Su objetivo era despertar las fuerzas dormidas en el seno de la Iglesia de Cristo.
d) Los problemas con la Inquisición
Hemos espigado algunos testimonios sacados de los escritos de Santa Teresa de Jesús. Su obra literaria constituye una de las referencias del espíritu de la reforma. Esta escritora, reformadora, mística, tuvo siempre el ojo de la Inquisición puesta en ella. Ella —y también el joven carmelita S. Juan de la Cruz, que le ayudará en su empresa— sufrirán la sombra de la sospecha que sobre la vida espiritual y mística se cernía entonces en España. Las ansias de hacer lo poquito son las que la han llevado también fuera del convento para propagar su estilo de vida por medio de otras fundaciones. Desde su experiencia de Dios elige y lleva a cabo una actividad misionera que será estrictamente juzgada con el exabrupto con el que le amonesta el nuncio Felipe Sega: fémina inquieta y andariega, desobediente y contumaz, «que a título de devoción inventaba malas doctrinas, andando fuera de clausura, contra el orden del Concilio Tridentino i Prelados: enseñando como maestra, contra lo que Pablo enseñó, mandando que las mujeres no enseñasen».
En la Castilla de Teresa reinaba un clima de suspicacia donde se equiparaban de forma confusa el luteranismo, el erasmismo, el recogimiento, el alumbrismo y las vías místicas.
Ante los cancerberos de la fe la Madre Teresa se hacía sospechosa bajo varios capítulos: mujer, orante y de origen judeo-converso. Las circunstancias de persecución por la Inquisición han sido narradas bellamente por Jesús Sánchez Adalid en su última novela, Y de repente, Teresa. Como dice él en las páginas finales, es una novela escrita por encargo de los carmelitas para este año centenario. Él ha querido retratar uno de los aspectos, a su juicio más desconocidos de la vida de Teresa: los procesos de estar bajo la lupa de la Inquisición
Las pesquisas de la Inquisición se centraron en el examen del Libro de la Vida, entre 1547 y 1585. Cuando la autora muere en 1582 todavía no había habido un veredicto definitivo. Por orden del inquisidor apostólico general, Gaspar de Quiroga, el padre dominico Domingo Báñez y prestigioso teólogo de Salamanca, resumió en 1575 la Vida de Teresa ante la Inquisición, y en su censura afirma que no hallaba en ella ningún «error doctrinal» y que las visiones podían calificarse de divinas. Las visiones y las meditaciones de la Santa quedaban a salvo frente al cargo de iluminismo planteado por la Inquisición. Aquí culmina el desenlace de la novela de Sánchez Adalid. Teresa ha expresado con determinación su deseo de mantenerse en la ortodoxia:
Si alguna cosa dijere que no vaya conforme a lo que tiene la santa Iglesia católica romana, será por ignorancia y no por malicia. Esto se puede tener por cierto, y que siempre estoy y estaré sujeta, por la bondad de Dios, y lo he estado a ella. (Moradas del castillo interior)
El Libro de la Vida se convertirá en la obra más importante del misticismo católico de la Edad Moderna y servirá de ejemplo para otras mujeres que van a relatar y poner por escrito las experiencias de su vida interior.
5.  Verdadera y falsa reforma en la Iglesia: «ecclesiasemperreformanda», Iglesia siempre llamada a la reforma, a la purificación.
Y, ciertamente, cada tiempo y cada época tiene una forma peculiar de vivir el imperativo «ecclesia semperreformanda». En la historia de la Iglesia resuenan con timbre especial la «reforma carolingia» y la «reforma gregoriana». Pero fue, como hemos dicho, la reforma iniciada por Lutero la que acaparó el término y se reservó el uso de la palabra en mayúscula, de modo que se fue convirtiendo en una palabra casi prohibida en el lenguaje de la Iglesia católica romana o incluida polémicamente en la fórmula «contra-reforma». No obstante, se puede constatar un uso moderado en los textos del Concilio Vaticano II, en competencia con ese otro término más neutro de «renovación» que le ha venido sirviendo de sustituto. Se puede decir que el Vaticano II fue un concilio de reforma, desde el lema que le imprimió S. Juan XXIII: el aggiornamento. A día de hoy, la expresión reforma de la Iglesia está bien aclimatada en nuestro lenguaje teológico, siendo la mejor prueba de ello su utilización por Benedicto XVI en el discurso navideño pronunciado ante la curia romana  el año 2005 para tipificar la clave adecuada de la interpretación del Vaticano II: una hermenéutica de la reforma frente a una hermenéutica de la discontinuidad o ruptura.
En 1950, unos años antes de la convocatoria y celebración del Concilio Vaticano II vio la luz de la imprenta un libro con carácter pionero, Vraie et fausse réforme dans l’Église, del dominico Yves Congar. Y llaman la atención, por dispares, algunas reacciones que él mismo ha recogido en su Diario del Concilio acerca de este libro cumbre y atrevido en aquellos tiempos recios, cuya traducción fue prohibida muy pronto desde Roma.
La reacción del cardenal Ottaviani es paradigmática. Tras la primera reunión de la Comisión teológica preparatoria del Concilio, el 15 de noviembre de 1960, le dijo que en su libro había páginas muy bellas, pero otras eran su contradicción: ¿por qué poner de relieve todas las debilidades de la Iglesia? Ello socava la confianza en la jerarquía y en el magisterio. Frente a esta reprensión y reproche, Juan XXIII, que también había leído el libro, ante las preguntas, ¿se puede hablar de reforma de la Iglesia?, ¿puede la Iglesia o debe reformarse?, el Papa bueno añadía este comentario: Sin embargo, es un buen teólogo e historiador el que ha escrito este libro.
En el prólogo a Vraie et fausse réforme dans l’Église introduce la noción de una necesaria «reforma» en la Iglesia gracias a la distinción entre estructura (constitutiva, institucional, jerárquica) y vida (realidad histórica, dinámica, comunional de los fieles). También esa dimensión de la «vida» de la realidad eclesial le ha permitido hacer hueco a los laicos concediéndoles un espacio amplio en el interior y en la misión de la Iglesia como sujeto religioso. Una «teología de la vida» toma en consideración el desarrollo histórico de la Iglesia. Con un notable sentido histórico como principio metodológico, Congar propone una revisión de la vida de la Iglesia a la luz del Evangelio. Para este teólogo dominico la divisa de la orden fundada por Domingo de Guzmán, buscar la Verdad, es inseparable de la perspectiva histórica, es decir, una verdad «historizada»: La historia tiene un lugar eminente en mi reflexión teológica. En la advertencia preliminar nos recuerda que había publicado cuatro fragmentos de la primera redacción, cuyos títulos indican ya el alcance de sus preocupaciones: pecado y santidad de la Iglesia; condiciones de una verdadera renovación; ¿por qué el pueblo de Dios debe reformarse sin cesar?; culpabilidad y responsabilidad colectivas.
Teniendo como trasfondo la Reforma luterana, Congar se preguntaba acerca de las condiciones para una reforma sin cisma. Señalaba estas cuatro: 1) primacía de la caridad y del sentido pastoral; 2) permanecer en la comunión con el todo; 3) la paciencia, el respeto a las dilaciones; 4) renovar mediante el retorno al principio de la tradición.
De esta pasión por la unidad y por la reforma de la Iglesia de Yves Congar participan algunos textos muy significativos de la constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, de los que se puede presumir su autoría. Se trata, por ejemplo, de un pasaje del artículo 9 del capítulo II, sobre el pueblo de Dios: La Iglesia, caminando en medio de tentaciones y tribulaciones, se ve confortada con el poder de la gracia de Dios, que le ha sido prometida para que no desfallezca de la fidelidad perfecta por la debilidad de la carne, antes, al contrario, persevere como esposa digna de su Señor y, bajo la acción del Espíritu Santo, no cese de renovarse hasta que por la cruz llegue a aquella luz que no conoce ocaso. (LG II, 9).
Otro de los textos más significativos de la constitución Lumen Gentium fue utilizado por Benedicto XVI en la carta apostólica en forma de «motu proprio», Porta fidei, con la que proclamó el Año de la fe el 11 de octubre de 2012, fecha conmemorativa del cincuenta aniversario de la inauguración del Concilio. El texto reza así: Mientras que Cristo, “santo, inocente, sin mancha” (Hb 7,26), no conoció el pecado (cf. 2 Cor 5,21), sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo (cf. Hb 2,17), la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación, y busca sin cesar la conversión y la renovación. La Iglesia continúa su peregrinación “en medio de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios”, anunciando la cruz y la muerte del Señor hasta que vuelva (cf. 1 Cor 11,26). Se siente fortalecida con la fuerza del Señor resucitado para poder superar con paciencia y amor todos los sufrimientos y dificultades, tanto interiores como exteriores, y revelar en el mundo el misterio de Cristo, aunque bajo sombras, sin embargo, con fidelidad hasta que al final se manifieste a plena luz. (LG I, 8).
Aquí, la problemática de la reforma de la Iglesia peregrina, formulada en términos de purificación, conversión, renovación, se inscribe en una reflexión acerca de la realidad paradójica de una Iglesia santa y necesitada de purificación, a causa del pecado de sus miembros. Ahora bien, para dar cabida a los dos elementos nucleares del pensamiento de Congar, reforma y unidad, hay que referirse al artículo 6 de Unitatis redintegratio, donde leemos: Toda renovación de la Iglesia consiste esencialmente en un aumento de la fidelidad a su vocación; ésta es, sin duda, la razón de por qué el movimiento tiende hacia la unidad. La Iglesia, peregrina en este mundo, es llamada por Cristo a esta reforma permanente de la que ella, como institución terrena y humana, necesita continuamente; de modo que si algunas cosas, por circunstancia de tiempo y lugar, hubieran sido observadas menos cuidadosamente en las costumbres, en la disciplina eclesiástica o incluso en el modo de exponer la doctrina —que debe distinguirse cuidadosamente del depósito mismo de la fe—, deben restaurarse en el momento oportuno recta y debidamente. (UR 6).
A este mismo texto apela el Papa Francisco en su exhortación apostólica sobre La alegría del Evangelio, donde insiste en la reforma de la Iglesia por la renovación de su compromiso y salida misionera.
Muchas gracias




DIALOGO
P.  Sobre los “tiempos recios”
R.   Todos los “tiempos son recios”, pero a cada quien le toca vivir los suyos. Evidentemente, el siglo XVI, con lo que supuso la Reforma protestante, es irrepetible. Hoy, en el siglo XXI, y después del Vaticano II, estamos en unas circunstancias distintas de aquello que fue desencadenante de la crisis del XVI, una ruptura interna del cristianismo; ahora estamos en la época del ecumenismo. Se pueden trazar paralelos pero hay que hacer análisis distintos. Efectivamente, el indeferentismo es algo muy medular. No me ha dado tiempo a desarrollarlo más pero ya insinuaba que una mujer como Teresa da unas pistas de cuál es su experiencia en torno a esa cláusula: “Búscame en ti-búscate en mi”, núcleo de la espiritualidad teresiana; probablemente en estos “tiempos recios” nuestros donde se plantea la pregunta ¿Dónde está vuestro Dios? ¿Dónde está tu Dios? podríamos retormar por ahí.
Solo me cabe corrobar que en “tiempos recios” del XVI y “tiempos recios” de este comienzo del siglo XXI, el mensaje de Teresa es, fundamentalmente, una reforma de la cabeza y de los miembros; no tiene sentido hablar solo de la reforma en las altas instancias y estructuras, sino tocar también lo más interior y más íntimo. En esta línea creo que se mueve el Papa Francisco quien ya insistía, en su primera entrevista, en que la primera renovación es la interior, la de los corazones; las reformas estructurales vendrán después. Es lo que estamos viendo en su mente y en su proyecto de pontificado. La sintonía con cualquier gran espiritualidad es muy grande.

P.  Sobre los movimientos reformistas…
R.  En primer lugar, es peligroso hacer análisis blanco/negro. Es decir, no cualquier movimiento, por el hecho de ser reformista, está verdaderamente sometido a la criba del discernimiento. No he hecho más que mencionar los cuatro criterios que Congar mencionaba para una verdadera reforma sin cisma, sin ruptura ni estridencias. Congar fue acallado desde su primera obra del año 1937, por titular un libro “Cristianos desunidos”. Hablaba sencillamente de cristianos desunidos, cuando “lo procedente” hubiera sido hablar de cristianos herejes, cristianos cismáticos. No hay blanco/negro; las realidades históricas, teológicas y sociales hay que analizarlas más despacio. Un movimiento renovador, como es el movimiento cátaro, acaba siendo un movimiento en la heterodoxia; sin embargo otros movimientos apostólicos que ansían volver a la puridad evangélica, como las llamadas “órdenes mendicantes” -franciscanos y dominicos- son movimientos que se enrolan en la gran marcha de la Iglesia.
La reforma por la reforma puede ser tan nociva como la regresión por la regresión. Hay que analizar muy bien y hacer un discernimiento de espíritus.
Los grandes reformadores como Santa Teresa de Jesús, San Ignacio de Loyola, San Juan de la Cruz o San Francisco Javier, se han movido en ese terreno donde se han visto cuestionados porque indicaban vías nuevas…
Viniendo al caso concreto de Congar, es un verdadero ejemplo. El Padre Arrupe es una figura que conozco bien y venero. Y siempre que hay ocasión, pedir en los foros donde sea pertinente un proceso de beatificación. Son hombres con un grandísimo respeto a la autoridad que les ha elegido, a la tradición, y abriendo caminos y vías nuevas.
Congar, alguien que conoce como nadie la tradición de la historia de la Iglesia, dice de Hans Kung (que para muchos será el portavoz de la reforma de la Iglesia posconciliar): Éste es un reformista con muchas prisas; hay que ir más despacio -alude a uno de los criterios que me mencionado antes: la paciencia-. Nuestra Iglesia es una maquinaria muy lenta…
Sobre la cuestión de la mujer y su puesto en la Iglesia, esperemos que se sigan abriendo puertas. Teresa de Jesús, tiene una conciencia muy clara del sojuzgamiento de la mujer en aquella época. Y emplea algunas triquiñuelas en su manera de escribir “Camino de perfección”: de eso hablo para mis monjas, porque me vayan a decir que estoy arrogándome el carisma del predicador, del maestro… Es una mujer muy inteligente; está diciendo eso para sus monjas, pero subrepticiamente lo está diciendo para todo el mundo…
Es de desear que, en la medida de posible, se siga avanzando en la línea de lo que dice el Papa Francisco en el sentido de que se dé carta de ciudadanía a todo lo que pueda realizar una mujer en la Iglesia.






[1]   TERESA DE JESÚS, Obras completas, Editorial de Espiritualidad, Madrid 2000.
[2] Teofanes EGIDO, «Ambiente histórico», en Introducción a la lectura de Santa Teresa, Ed. de Espiritualidad, Madrid 2002. D. DE PABLO MAROTO, Santa Teresa de Jesús. Nueva biografía (Escritora, fundadora, maestra), Ed. de Espiritualidad, Madrid 2014.
[3] S. ROS GARCÍA, «Mística y misión en Teresa de Jesús»: Sal Terrae 103 (2015)

La esposa de la canción

Escribir para Santa Teresa es relacionarse con lo que desconoce. La búsqueda de un interlocutor que le haga decir lo que no sabe explicar. Cinco siglos después de su nacimiento seguimos leyéndola con gozo


Santa Teresa”, escribe Cioran, “era una esposa de la canción, un corazón traspasado, el misterio del solitario, de una pasión divina imparcial, la misma fuerza, lo mismo... Todo su tambaleo en un trance de éxtasis es la esposa del Cantar que deambula y no encuentra, es todo el embebecimiento sabroso, es la esposa de la canción que ha logrado su propósito, o que ha sido secuestrada por sorpresa”. Una esposa en busca de su amado, que sigue su rastro en la oscuridad, que se adentra con él donde nadie puede verles.
El Dios en el que cree Santa Teresa no es una entidad abstracta, como el dios de las grandes religiones, sino que tiene una dimensión humana. No solo habla con él sino que llega a describirlo físicamente: habla de su cuerpo, de sus gestos, del color de sus ojos. Habla de él como la esposa del Cantar lo hace de su amado. Y, como la esposa, también ella busca un lugar escondido y secreto, donde recibirle, pues todo ese mundo de visiones, arrobamientos y gozos inefables, ese mundo de hermosos desatinos de los que ella da cuenta en sus escritos solo hablan del cuerpo transfigurado por el amor.

Los pasajes en que nos cuenta sus raptos no tienen nada en común con los delirios de un psicótico. Un delirio es un sueño que no se puede compartir, que solo le pertenece al que lo tiene, que no cabe abandonar. Y los delirios de Santa Teresa lejos de apartarla del mundo la hacen soñar con una comunidad de iguales, una comunidad de mujeres. En realidad, tan pronto se encuentra con Dios corre a reunirse con sus monjas para contárselo. Y como prueba de ello ahí está el Libro de la vida, que es sin duda uno de los libros más extraordinarios, inclasificables y deleitosos que se han escrito en nuestra lengua. Una Sherezade celeste es lo que Santa Teresa soñaba ser.
Santa Teresa no se limita a hablar con Dios sino que lo ve, y se ve atravesada por él. Este es el famoso pasaje en que Santa Teresa describe uno de esos encuentros: “Vi a un ángel cabe mí hacia el lado izquierdo en forma corporal... No era grande, sino pequeño, hermoso mucho, el rostro tan encendido que parecía de los ángeles muy subidos, que parece todos se abrasan... Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego. Este me parecía meter por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas: al sacarle me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. Era tan grande el dolor que me hacía dar aquellos quejidos, y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor que no hay desear que se quite, ni se contenta el alma con menos que Dios. No es dolor corporal, sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aun harto. Es un requiebro tan suave que pasa entre el alma y Dios, que suplico yo a su bondad lo dé a gustar a quien pensare que miento... Los días que duraba esto andaba como embobada, no quisiera ver ni hablar, sino abrasarme con mi pena, que para mí era mayor gloria, que cuantas hayan tomado lo criado”.
Es de ese espacio sustraído a la identidad, a la razón, al alba, de lo que habla en sus trances
Se trata de un rapto consentido, la escena de una amante arrebatada en la noche por el ser que ama. Estamos en el reino de la adoración, y adorar algo es abandonar el reino del yo, del sujeto, y desaparecer en esa noche de la que hablan las canciones de alba. Los amantes, en esas canciones, no quieren que la noche termine, no quieren que amanezca porque eso supone encontrarse con aquellos que eran antes de conocerse. “El cuerpo del amor se vuelve transparente”, escribe José Ángel Valente en uno de sus poemas. Y añade: “No busca el alba, no amanece el cantor”. Es de ese espacio sustraído a la identidad, a la razón, al alba, de lo que habla Santa Teresa en sus trances.
“La poesía”, escribió Lorca, “no quiere adeptos sino amantes. Pone ramas de zarzamoras y erizos de cristal para que se hieran por su amor las manos que la buscan”. Santa Teresa es una de esas amantes, por eso sufre constantes trastornos y llega a enfermar una y otra vez en ese camino de perfección. Se ha hablado de crisis epilépticas, de problemas histéricos, de trastornos derivados de unas fiebres reumáticas mal curadas y de otras dolencias reales o imaginarias. Pero su cuerpo es el cuerpo de todos los seres heridos de los cuentos.
Los cuerpos heridos por la pena o el desprecio de los demás, que no fue sino lo que ella misma tuvo que sufrir a causa del origen judío de su familia y de su condicion de mujer. Es la ley de los cuentos, que nada esté completo, por eso su mundo está poblado de seres y lugares rotos. Seres a los que les faltan los brazos, que no pueden ver o andar, que viven presos en torres que nadie visita, que han perdido la voz o que tienen que realizar las tareas más complicadas o visitar los reinos más extraños.
Santa Teresa siempre cumple con esas tareas y regresa de esos reinos. Como el trapecista, vuela a lo alto, pero sabe que tiene que descender, ocuparse de sus monjas, de su escritura, de sus compromisos con el mundo y con su propia fe. Por eso quiere reformar el Carmelo, para hacer frente a esos compromisos. Para ella, un convento es un lugar donde vivir. De ahí su humor, la ironía que desprenden sus escritos. La ironía transforma el templo en una casa.
Que nada esté completo es la ley de los cuentos, por eso su mundo está poblado de seres rotos
“No era grande, sino pequeño”, escribe del ángel que la visita. Ese ángel es una metáfora preciosa del amor, porque el amor, como el juego de los niños, es el reino de lo pequeño. La celda en que escribía Santa Teresa era un lugar diminuto. Escribía sentada en el suelo, poniendo el papel sobre el duro jergón, ya que apenas había espacio para más. Es curioso señalar a este respecto la importancia que tienen los diminutivos en el Libro de la vida. Se ha hablado de su valor afectivo, y de cómo esa forma gramatical expresa el estado de pobreza espiritual del alma que empieza su camino de perfección, pero su verdadero significado es otro.
“Casa de trece pobrecillas, unos trabajillos envueltos en mil contentos, una triste pastorcilla, estas maripositas de las noches...”, todos esos diminutivos son su manera de mantenerse en ese reino de lo pequeño esencial. Lo pequeño es el símbolo de lo que está en el umbral, lo abierto a otras formas de realidad, al lugar donde viven los deseos. Su mundo es el mundo de graciosa afectividad de los villancicos y las canciones populares.
Pero ¿no es la escritura también una forma de hacerse pequeña, de desaparecer en ese silencio que es su sola razón de existir? Santa Teresa no escribe porque se lo hayan pedido sus superiores, pues de ser así ¿cómo sus palabras tendrían esa gracia, estarían tan llenas de deseo? Escribir para ella es relacionarse con lo que desconoce. La búsqueda de un interlocutor providencial que le haga decir lo que no sabe explicar; la espera, en suma, de la gracia. Una respuesta a preguntas que no nos habíamos hecho, eso es la gracia para ella. Tal es el misterio de Santa Teresa, y lo que hace que cinco siglos después de su nacimiento podamos seguir leyéndola con gozo: transforma la religión en poesía. Porque religión y poesía no siempre son lo mismo (y esta es la desgracia de las religiones). La religión nos ofrece respuestas; la poesía nos enseña a amar las preguntas aun sabiendo que no pueden ser contestadas.

Gustavo Matín Garzo es escritor.